Lea este artículo en inglés aquí / Read this article in English here.

Hace ya dos años empecé a dar clases de Traducción Literaria en nivel superior. Como muchos profesores, al principio de cada cuatrimestre envío un correo electrónico de bienvenida a mis nuevxs estudiantes. Siempre abrí ese y cada correo del año con el saludo “Hola a todxs”. Pero este año, escribir un mail con la palabra “todxs” dejó de ser un saludo cálido e inclusivo y pasó a ser un acto de resistencia política en la Ciudad de Buenos Aires.

Como bien sabemos, las palabras del castellano están cargadas de marcas de género. Pronombres, artículos, y la mayoría de los adjetivos y sustantivos tienen género masculino o femenino. No hay una palabra que englobe “autor” y “autora”; ni una que englobe “cansado” y “cansada”. Por otro lado, de acuerdo a las reglas de la Real Academia Española, las formas plurales de muchas palabras también toman forma masculina. Por lo tanto, si nos dirigimos a un grupo de estudiantes varones y mujeres, hay que decir “chicos”. Incluso si el grupo al que le estamos hablando tiene 10 chicas y solo un varón, el plural normativamente correcto es “chicos” y no “chicas”.

Alrededor de los años 70, se empezó a hablar cada vez más de la idea de que el lenguaje podía ser sexista y heteronormativo, y de la posibilidad de construir un lenguaje que fuera más inclusivo. Esa posibilidad se empezó a concretar poco a poco y fue ganando terreno, también impulsada por la visibilización de la comunidad LGBTIQ+: por fin las personas de género no binario contaban con herramientas para hablar un idioma que lxs representara.

En la última década, el lenguaje inclusivo se empezó a usar cada vez más en la Capital Federal de la Argentina; especialmente (pero no exclusivamente), entre adolescentes y adultos jóvenes. De pronto, aparecían graffitis que decían “todxs con Cristina” en la calle. En el antes llamado Día del Amigo, muchxs empezaron a desear “feliz día del amigue”. En 2018, hubo un primer caso en que la Ley de Identidad de Género permitió que una persona de género no binario rectificara su DNI para que no incluyera sexo. A medida que este tipo de leyes, algunos medios de comunicación y especialmente las personas se fueron ocupando de abrir debates sobre la importancia de la identidad de género y el peso que tiene la palabra escrita y hablada, muchxs docentes de Argentina empezaron a usar el lenguaje inclusivo en las aulas con la idea de que todxs lxs estudiantes se sintieran cómodxs, sin importar de qué género se autopercibieran.

Sin embargo, este año el gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires expidió una regulación contra el uso del lenguaje inclusivo en todas las instituciones educativas. Era una “regulación”, insistieron: no una “prohibición”. Cuando, a pesar del término paliativo, empezaron a llover críticas y mensajes de repudio contra el gobierno la ministra de Educación Soledad Acuña dijo que la “regulación” se había pensado para mejorar los estándares de lectocomprensión: el lenguaje inclusivo obstaculizaba el proceso de aprendizaje de lxs estudiantes. Por otro lado, aseguró que el Ministerio de Educación había brindado una guía para la comunicación “no sexista” en la cual ofrecía otras estrategias a las que podían recurrir lxs docentes al comunicarse con estudiantes y padres. Según ella, habían soluciones como decir “chicos y chicas” en lugar de “chicxs” o “chiques”, o usar palabras normativas no feminizadas ni masculinizadas, como “personas”, que eliminaban toda necesidad de recurrir al lenguaje inclusivo.

No hace falta retroceder mucho en la historia de la Ciudad de Buenos Aires para cuestionar la veracidad de las intenciones del gobierno. En 2017, este mismo gobierno empezó el proyecto “Secundaria del Futuro”, que proponía un modelo de secundaria donde lxs docentes quedaran relegados a la posición de “tutores” o “supervisores”, mientras lxs estudiantes aprendían de forma autónoma. Este proyecto recortaba horas institucionales y las reemplazaba por pasantías en empresas, donde lxs propixs empleadxs de las empresas (es decir, personas sin ningún entrenamiento pedagógico ni experiencia en docencia) serían los responsables de enseñar. Desde ya, el proyecto fue objeto de fuertes críticas, tanto por parte de estudiantes como de docentes. Lxs docentes plantearon desde un primer momento que no se les había consultado sobre las reformas en ningún momento y que el proyecto desjerarquizaba el rol del docente. Lxs estudiantes fueron más allá: se quejaron de que el gobierno invirtiera en un proyecto tan ambicioso cuando aún tenía cuestiones muchísimo más básicas para resolver, como asegurarse de que todxs lxs estudiantes recibieran un desayuno antes de ir a clase o que las escuelas estuvieran en condiciones edilicias aceptables. Pero, al parecer, no tener comida o unx docente capacitadx no obstaculizan el proceso educativo tanto como usar el lenguaje inclusivo.

“Si pensamos que el lenguaje inclusivo viene a señalar una injusticia, una inequidad, y a nombrar nuevas identidades, la medida del gobierno de la Ciudad de Buenos Aires es claramente política”, dice Alejandra Rogante, traductora, profesora de Traducción y excoordinadora del Traductorado en Inglés de la Escuela Normal Superior en Lenguas Vivas “Sofía B. Spangenberg”. “Si lo pensamos en términos pedagógicos, la medida va en contra de cambios beneficiosos que se hicieron anteriormente en la currícula escolar y que proponían un enfoque comunicativo y discursivo en la enseñanza de la lengua. ¿Por qué prohibir una forma de expresarse cuando está presente en la calle, en las familias, en el día a día de todxs?”

Pero curiosamente, no es solo en las aulas que se prohibe el uso del lenguaje inclusivo: también se lo sanciona dentro de comunicaciones intrainstitucionales. Muchos proyectos que se habían presentado en instituciones dependientes del gobierno de la Ciudad de Buenos Aires (proyectos que, cabe señalar, apuntaban a generar nuevos espacios de aprendizaje para lxs alumnxs) recibieron devoluciones pidiendo que fueran reescritos sin utilizar el lenguaje inclusivo, lo cual demoró el comienzo de las actividades.

Todo esto hace que nos preguntemos si realmente se está intentando mejorar la lectocomprensión o si no se trata efectivamente de una medida que esconde algún tipo de sesgo discriminador. Esta última suposición parece confirmarse cuando nos detenemos a leer las guías de prácticas para la comunicación supuestamente inclusiva, cuyas recomendaciones en su gran mayoría no contemplan a las personas de género no binario.

Estoy bastante segura de que la mayoría de nosotrxs sintió, en algún momento de la vida, que el lenguaje no nos alcanzaba. Las palabras no bastaban para expresar los sentimientos complejos que nos atravesaban, o para explicar pensamientos profundos y complicados. Pero imaginemos cómo sería que esto no nos sucediera solo cuando queremos poner en palabras pensamientos complicados y sentimientos abrumadores. Imaginemos por un momento cómo sería si nos pasara cada vez que queremos decir “estoy cansada”. Detengámonos a pensar cómo sería tener que luchar con las posibilidades que nos da nuestro propio idioma cada vez que nos tenemos que presentar. Y pensemos cómo nos sentiríamos si cada vez que se refirieran a nosotros, sintiéramos que nos están etiquetando de formas que nos ponen incómodxs.

Así se sienten todos los días las personas que se autoperciben de género no binario cuando tienen que usar el lenguaje no inclusivo, el que acepta la RAE. Y ese es uno de los motivos por los que el lenguaje inclusivo es tan importante, sobre todo dentro del aula. Si no permiten que lxs docentes hablemos de una forma que haga que todxs se sientan incluidos, ¿cómo se supone que vayamos a crear el entorno cómodo y beneficios que se necesita para aprender?

Muchas veces escucho que se habla indistintamente de “lenguaje inclusivo” y “lenguaje de género neutro” o “no sexista”. Pero hoy, en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, este lenguaje que creamos no es nada más de género neutro o no sexista: es un lenguaje inclusivo dentro de un contexto de exclusión y marginalización LGBTIQ+.